En el año 2002, Ingrid Betancourt estaba haciendo campaña para convertirse en presidenta de Colombia cuando fue secuestrada por los guerrilleros. Ella estuvo en la jungla durante seis años. Con miedo como su compañero constante, aprendió a usarlo y a crecer.
La primera vez que sentí miedo tenía cuarenta y un años.
Siempre me han dicho que yo era valiente. De pequeña me subía al árbol más alto y me acercaba a cualquier animal sin miedo. Me gustaban los desafíos. Mi padre decía: “El buen acero aguanta todas las temperaturas,” y cuando yo ingresé a la política en Colombia, yo pensé que yo aguantaba todas las temperaturas.
Yo quería acabar con la corrupción en el país; quería cortar los vínculos entre la clase política y el narcotráfico. Y la primera vez que salí elegida fue porque denuncié, con nombre propio, a políticos corruptos e intocables. También denuncié al presidente de la república por sus nexos con los carteles. Ahí comenzaron las amenazas. Tuve que sacar a mis hijos muy pequeños del país una mañana, escondidos en el carro blindado del embajador de Francia hasta llevarlos al avión. Y días después, fui víctima de un atentado pero salí ilesa.
Al año siguiente, los colombianos me eligieron con el mayor número de votos, y yo sentía que la gente me celebraba por aguerrida. Y yo también pensaba que era valiente. Pero no lo era. Simplemente nunca había experimentado lo que era el verdadero miedo.
Yo también pensaba que era valiente. Pero no lo era. Simplemente nunca había experimentado lo que era el verdadero miedo.
Esto cambió el 23 de febrero del 2002. Yo en ese momento era candidata a la presidencia de Colombia y estaba alentando mi agenda de campaña cuando fui detenida por un grupo de hombres armados y uniformados con prendas militares. Entonces miré sus botas; eran de caucho. Y yo sabía que el ejército de Colombia usaba botas de cuero. Yo sabía que ellos eran guerrilleros de las FARC.
Todo sucedió a partir de ahí muy rápidamente. El jefe del comando nos dio la orden de detener el vehículo mientras que uno de sus hombres pisaba una mina quiebra-patas y voló por los aires. Y aterrizó, sentado, al frente mío y las miradas nuestras se cruzaron y entonces el muchacho comprendió: su bota de caucho con la pierna había caído lejos. Empezó a gritar enloquecido. Y la verdad es que yo sentí, como lo siento ahora, porque revivo las emociones, yo sentía en ese momento que algo se quebraba en mí y sentí que me estaba contagiando su miedo y la mente se me puso en blanco y no podía pensar, paralizada. Y cuando finalmente reaccioné fue para decirme: “Me van a matar y no me despedí de mis hijos.” Mientras me internaba en lo más profundo de la selva las FARC anunciaron que si el gobierno no negociaba me matarían. Y yo sabía que el gobierno no iba a negociar.
Mientras me internaba en lo más profundo de la selva las FARC anunciaron que si el gobierno no negociaba, me matarían.
A partir de ahí me acosté todas las noches con el miedo. Los sudores fríos, el temblor, el dolor de estómago, el insomnio. Pero peor le pasó a mi mente porque de mi memoria, quedaron borrados todos los teléfonos, las direcciones, nombres de gente muy cercana, aun eventos de mi vida significativos. Y entonces, comencé a dudar de mí misma, de mi salud mental. Y con la duda llegó el desespero, y con el desespero llegó la depresión. Estaba sufriendo cambios notorios de comportamiento y no era solo la paranoia en momentos de pánico. Era la desconfianza, era el odio, y eran también las ganas de matar.
Y de eso me di cuenta cuando me tenían encadenada por el cuello a un árbol. Ese día me mantuvieron a la intemperie bajo un aguacero tropical. Me acuerdo que me entró la urgencia de ir al baño. “Lo que tenga que hacer lo hace al frente mío, perra,” me gritó el guardia, y yo tomé la decisión en ese momento de matarlo. Y estoy, durante días, planeando y buscando el momento, y buscando la forma, llena de odio, llena de miedo. Hasta que de pronto, salí, me sacudí y pensé: “No me van a convertir en uno de ellos. No me voy a volver una asesina. Todavía me queda suficiente libertad para decidir quién quiero ser.”
Ahí aprendí que el miedo me enfrentaba conmigo misma. Me obligaba a alinear mis energías, a alinear mis meridianos. Aprendí que enfrentar el miedo podía transformarse en una senda de crecimiento. Son muchas las emociones cuando hablo de todo esto pero cuando pienso hacia atrás, logro identificar los pasos que di para lograrlo. Y quiero compartir con ustedes tres de ellos.
El primero fue guiarme por principios, porque me di cuenta que en medio del pánico y el bloqueo mental si iba a los principios, actuaba acertadamente.
Recuerdo la primera noche en un campo de concentración que la guerrilla había construido en medio de la selva, con rejas de cuatro metros de altas alambres de púas, garitas en las cuatro esquinas, y hombres armados, apuntándonos las 24 horas. Esa mañana, la primera mañana, llegaron unos hombres, gritando:”¡Numérense, numérense!” Mis compañeros se despertaron asustados y comenzaron a identificarse con números en secuencia. Pero cuando me tocó mi turno yo le dije: “Ingrid Betancourt. Si quieren saber si estoy acá me llaman por mi nombre.”
La furia de los guardias no fue tanta como la furia de mis compañeros, porque, claro, ellos estaban asustados. Todos estábamos asustados, y ellos tenían miedo que por culpa mía, los castigaran. Pero para mí, por encima del miedo estaba la necesidad de defender mi identidad, de no dejar que me transformaran en una cosa, en un número. Ese era un principio, era defender lo que yo consideraba ser la dignidad humana.
Ese era un principio, era defender lo que yo consideraba ser la dignidad humana.
Pero fíjense ustedes: eso la guerrilla, lo tenía muy bien analizado; ellos llevaban años secuestrando, y ellos habían desarrollado una técnica para quebrarnos, para doblegarnos, para dividirnos. Así que el segundo paso fue aprender a construir confianza solidaria, aprender a unirnos.
La selva es otro planeta. Es un mundo de penumbra, húmedo, con el zumbido de millones de bichos, las majiñas, los pitos, las congas. Yo no paré de rascar ni un solo día mientras que estuve en la selva. Y bueno, las tarántulas, los escorpiones las anacondas. Una vez estuve en una cara a cara con una anaconda de ocho metros de largo que me hubiera tragado de un bocado. Los jaguares.
Pero lo que les quiero decir es que ninguno de estos animales nos hizo tanto daño como el ser humano. La guerrilla nos aterrorizaba. Y propagaba chismes, y estimulaba la delación entre compañeros, y las envidias, los rencores, la desconfianza.
Pero lo que les quiero decir es que ninguno de estos animales nos hizo tanto daño como el ser humano.
La primera vez que me escapé por un largo tiempo fue con Lucho. Lucho llevaba dos años más de secuestrado que yo. Y tomamos la decisión de amarrarnos con cuerdas para tener la fuerza de meternos en esa agua oscura llena de pirañas y de caimanes. Nosotros lo que hacíamos es que durante el día, nos escondíamos en los manglares. Y por la noche, salíamos, nos metíamos al agua, y nadábamos y dejábamos que nos llevara la corriente. Pasaron varios días así. Pero Lucho se puso enfermo. Él era diabético, y le dio un coma diabético. Entonces la guerrilla nos capturó.
Pero después de haber vivido eso con Lucho, de haber enfrentado juntos, unidos, el miedo, ni los castigos ni la violencia, nada, pudo nunca más dividirnos. Lo que sí es verdad es que todas esas manipulaciones de la guerrilla nos hicieron tanto daño que aún hoy, entre algunos de los secuestrados de ese entonces, subsisten tensiones, heredadas de todo ese envenenamiento que produjo la guerrilla.
El tercer paso es para mí, muy importante y es un regalo que les quiero hacer. El tercer paso es aprender a desarrollar la fe. Quiero explicarlo de esta manera: Jhon Frank Pinchao era un suboficial de la policía que llevaba más de ocho años secuestrado. Él tenía fama de ser el más miedoso de todos nosotros. Pero Pinchao, yo le decía “Pincho,” Pincho tomó la decisión de que se quería escapar. Y me pidió que lo ayudara. Yo, para ese momento, ya tenía como un máster en intentos de fuga.
El tercer paso es aprender a desarrollar la fe.
Entonces comenzamos pero nos demoramos porque Pincho primero tenía que aprender a nadar. Y todos los preparativos teníamos que adelantarlos en total secreto. Pero bueno, cuando ya finalmente tuvimos todo listo, Pincho se acercó una tarde y me dijo:
“Ingrid, supongamos que estoy en la selva y doy vueltas y doy vueltas y no logro encontrar la salida. ¿Qué hago?”
“Pincho, coges un teléfono, y llamas a el de arriba”.
“Ingrid, sabes que yo no creo en Dios”.
“A Dios no le importa. Igual te va a ayudar”.
El caso es que esa noche llovió toda la noche. Y a la mañana siguiente, el campamento amaneció en gran conmoción, porque Pincho se había fugado. Nos hicieron desmantelar, comenzamos a marchar, y durante la marcha, los jefes guerrilleros nos dijeron que Pincho había muerto, y que habían encontrado sus restos comido por un güio, por una anaconda. Pasaron 17 días, y créanme que los conté, porque fueron una tortura para mí. Pero a los 17 días, estalló la noticia en la radio: Pincho estaba libre y obviamente estaba vivo. Y esto fue la primera declaración que dio en la radio:
“Sé que mis compañeros me están oyendo. Ingrid, hice lo que me dijiste. Llamé a el de arriba, y me mandó la patrulla que me sacó de la selva.”
Ese fue un momento extraordinario, porque obviamente que el miedo es contagioso, pero la fe también lo es. Y la fe no es ni racional ni emocional. La fe es un ejercicio de la voluntad. Es una disciplina de la voluntad. Es lo que nos permite transformar todo lo que somos, nuestras flaquezas, nuestras debilidades, en fuerza, en poder. Realmente es una transformación. Es lo que nos da la fuerza de ponernos de pie frente el miedo y de mirar por encima y mirar más allá. Espero que esto lo recuerden, porque yo sé que todos necesitamos conectarnos con esa fuerza que hay en nosotros para los momentos en que hay tempestad alrededor de nuestro barco.
La fe no es ni racional ni emocional. La fe es un ejercicio de la voluntad.
Pasaron muchos años antes de que yo pudiera volver a mi casa. Pero cuando nos subieron, esposados, al helicóptero que finalmente nos sacó de la selva, todo sucedió tan rápido como cuando me secuestraron. En un segundo, vi a mis pies al comandante guerrillero, amordazado, y el jefe del rescate, gritando:
“¡Somos el ejército de Colombia! ¡Están libres!”
El alarido que salió de todos nosotros, cuando recobramos nuestra libertad, sigue vibrando en mí hasta este momento.
Ahora, yo sé que a todos nos pueden dividir, a todos nos pueden manipular con el miedo. El “No” en el referendo por la paz en Colombia, o el Brexit, o la idea un muro entre México y los Estados Unidos, o el terrorismo islámico, son todos casos de utilización política de miedo para dividirnos y para reclutarnos. Ahora, todos sentimos miedo. Pero todos podemos evitar ser reclutados, usando esos recursos que tenemos, nuestros principios, la unión, la fe. El miedo es, claro, parte de nuestra condición humana y adicionalmente, es necesario para sobrevivir. Pero sobre todo, el referente sobre el cual cada uno de nosotros construimos nuestra identidad, nuestra personalidad.
Es verdad, yo tenía 41 años la primera vez que sentí miedo, y sentir miedo no fue mi decisión, pero sí lo fue decidir qué hacer con ese miedo. Uno puede sobrevivir arrastrándose con el miedo. Pero uno también puede pasar por encima del miedo, elevarse, desplegar las alas, y subir, volar alto hasta las estrellas, allí donde cada uno de nosotros queremos llegar.
Sobre la autora
Ingrid Betancourt es una activista franco-colombiana por la causa de la libertad. Ella fue una política y candidata a la presidencia colombiana y es reconocida por su determinación a combatir la corrupción hasta ser secuestrada por las FARC en el año 2002. Desde su liberación, Betancourt ha escrito dos libros: “No hay silencio que no termine,” una memoria de sus seis años en la jungla; y “The Blue Line,” una novela sobre las desapariciones en Argentina durante la Guerra Sucia de 1976 a 1983.